Días atrás habían sido varias las sordas que habíamos levantado pero por unos motivos u otros no habíamos conseguido vencer a ninguna. Después del gran trabajo realizado por el perro durante esas jornadas, decidimos dejar nuestras escapadas solitarias a un lado el día de hoy, con el fin de que Dago pudiera recibir de una vez por todas, al menos parte de su merecida recompensa.
Estamos decididos a invertir la mañana en una zona con mucha cobertura arbórea dónde jornadas anteriores habíamos divisado al menos dos becadas diferentes en jornadas sucesivas. Ambas nos la habían jugado, tanto a mi padre como mi, tapándose siempre con el follaje y emprendiendo la huída por el ángulo muerto que siempre encontraban, y si no, se lo inventaban.
Esta vez, al contar con dos escopetas confiábamos en poder realizar alguna emboscada pero antes quedaba lo más importante.
Las primeras dos horas ni rastro de damas. El perro peinaba cada rincón sin resultado alguno, disfrutábamos de sus lazos y su fuerza entre la maleza, pero ansiábamos que un frenazo paralizara el monte.
Ya quedaban pocas cartas que jugar aunque creíamos que alguna podía ser muy buena. Una zona de tupidos quejigos y rebollos, chaparros, zarzas y espinos. Dago rompía monte, lento pero seguro, acelerando el ritmo en las zonas más claras pero fué en una de estas zonas tan cerradas, donde el perro se bloqueo en medio de una mata realmente grande. Acto seguido y con las pulsaciones a mil nos ubicamos cada uno a un lado de aquel pequeño bosque. Desde mi posición, no podía ver al perro, así que era mi padre quien radiaba lo que sucedía allí dentro.
– Qué pasa?
– Sigue de muestra firme, no se mueve. Qué hago?
– Nada, no te muevas, intenta no perder de vista al perro que yo no veo absolutamente nada…
– Ahora está más nervioso, empieza a mover el rabo, se está moviendo más adentro todavía, está guiando hacia la derecha. Otra vez se ha clavado.
– Yo intentaba mantener la calma, algo que era misión imposible.
– Vuelve a guiar, esta vez hacia tu dirección. Que maravilla está haciendo! Otra vez está de muestra.
– Tú estate atento. Concéntrate, no te despistes. Hay que derribársela.
– Sigue sin moverse, ya lo veo muy mal, como salga ni la veo… espera, vuelve a guiar, ahora va a cámara lenta y muy agachado ya casi no puede pasar por las zarzas…
– Pero está ya cerca de mí?
– Estará a unos diez metros ya no lo distingo pero lleva un rato sin moverse.
– No la podemos dejar escapar. Estate atento.
– Pla-pla-pla-pla… Salió! Salió! Salió!
Una silueta apareció de la copa del bosque enmarañado y se presentó hacia mi costado derecho. Un disparo pausado y marcando los tiempos, freno en seco su última huída sesgando el cielo. El perro tardó unos segundos en salir de aquel laberinto, y desconcertado, buscaba por todos los lados como un poseso. Pronto acude a la llamada y le mando cobrar. No tarda mucho en localizar a su rival y me lo entrega orgulloso y con expresión de victoria.
Entonces el monte volvió a caminar y nosotros en sus brazos, cómplices y afortunados al ser testigos mudos de una de sus estremecedoras pausas, merecedoras de ser eternas.
Los dos grandes protagonistas de este relato; Dago y su rival.